lunes, 1 de octubre de 2007

El concierto de los peces (Halldór Laxness, 1957) (II)

Antes de dejar de hablar de los méritos de Runólfur Jónsson, no puedo menos que señalar un detalle de su fama que es el que con mayor probabilidad hará que su nombre perviva en la historia; y es que aquel magnífico compañero de mis noches, y hermano adoptivo mío, fue uno de los primeros en ser atropellados por un automóvil; tenía ya cerca de los ochenta años de edad. Y se debió a que, cuando iba con la copa encima, tenía la costumbre de caminar por el medio de la calle, haciendo al mismo tiempo una serie de cosas distintas: blandía una botella, cantaba, charlaba y reía; y siempre iba seguido por una abigarrada tropa de borrachos, vagabundos, perros callejeros, caballos sin dueño y ciclistas; éstos últimos acababan de aparecer, y eran daneses. Los automóviles le preocupaban tanto como una lata cualquiera que encontrase rodando por la calle. Así que si llegase a suceder la gran desgracia de que Runólfur, pariente del Konferensrad, no volviese a asomar por este libro un día cualquiera, y que hasta yo mismo me olvidase de señalar el momento de su desaparición, será porque mi hermano adoptivo pereció bajo las ruedas del primer automóvil llegado a Islandia.




Sigur Ross. Hoppipolla

Por ejemplo, cuando alguien utilizaba al hablar la palabra "caridad", nos sonaba como una especie de referencia frívola, inapropiada e irrespetuosa al devocionario. Nosotros, en vez de "caridad" decíamos "buen corazón" y de las personas "caritativas", como se las llamaba en la lengua de la religión, nosotros decíamos que eran "amables" o que "tenían buen corazón". Tampoco se oía nunca entre nosotros la palabra "amor", excepto cuando unos borrachos o unas criadas rematadamente estúpidas, habitualmente llegadas del campo, se ponían a recitar poemas de algún escritor moderno; tales poemas, por cierto, usaban un vocabulario que nos producía escalofríos al oírlo, y mi abuelo se sentaba sobre las manos, a veces en la cerca de fuera, y hacía muecas y encogía los hombros y las piernas y decía "Ay, vaya" y "Ayayay". Por regla general, la poesía moderna nos sonaba igual que el ruido que se hace al arañar una lona con la uña. "Estar enamorado" no era algo que sucediera entre nosotros, sino que decíamos que a alguno "le caía bien una chica", o que un chico y una chica "andaban encaprichados el uno del otro"; se podía mencionar el cortejo, pero en este tipo de cuestiones no se iba nunca más allá. Yo mismo puedo jurar por lo más sagrado que a lo largo de toda mi infancia jamás oí pronunciar la palabra "felicidad" excepto en labios de una mujer trastornada que vivió un tiempo con nosotros en el entrepiso, pero que no vuelve a aparecer en este libro; no volví a toparme con esa palabra hasta que era ya un mocito y empecé a hacer traducciones en la escuela. Y era ya mayor cuando seguía creyendo que era una palabra extranjera, un barbarismo tomado del danés. En cambio, recuerdo que cuando a mi abuelo le preguntaron en cierta ocasión, en cono más bien compasivo, cómo les iba a los de Akugerd, que habían perdido en el mar a los que ganaban el pan en su casa el año anterior, respondió sin vacilar: "tienen salazón de sobra". Sólo teníamos una respuesta a la pregunta de cómo le iba a alguien: "bah, está gordo", lo que quería decir que estaba bien o, como dirían los daneses, tan feliz. Si alguien andaba mal, se decía como si nada: "bueeeeeno, se le va notando", y cuando la persona de la que se hablaba estaba más muerta que viva, decíamos: "bueeeeeno, anda algo desmejorado". Si alguien estaba para morir de viejo, se decía: "vaya, ya no unta manteca". De quien se hallaba en su lecho de muerte se decía: "sí, va ya por sus últimas comidas, el pobre". De un joven que se iba a morir sin remedio se decía que "no parecía que fuese a peinar canas". De la separación de un matrimonio se hablaba en estos términos: "ya, la cosa no anda del todo bien, me parece a mí". En Brekkukot, cada palabra era valiosa, hasta las más insignificantes.

No hay comentarios: