lunes, 27 de junio de 2011

Paracaidistas (Chus Fernández, Ediciones Trea, 2011)

Además, los que lloran en el fondo esperan que hagas algo por ellos, aunque no haya nada que puedas hacer, y sé que es así porque si no lo esperasen, en vez de ponerse a llorar delante de ti, se limitarían a sentirse igual que lo harían si sus tripas fueran un montón de rosas a punto de pudrirse y ellos las ataran con una cuerda para poder decir de esas flores que son un ramo y ofrecérselo a alguien antes de que fuera ya demasiado tarde, si no esperasen que hicieras algo por ellos se limitarían a sentirse así, que es como yo me siento cuando tengo ganas de llorar, en vez de ir por ahí hinchándose y poniéndose rojos por todas partes.

Yo hay cosas que prefiero no saber, pero más de una vez quieto y en medio del pasillo me he preguntado si cuando aparece la luz la oscuridad se va, o si en realidad la oscuridad está siempre ahí y lo único que hace la luz es permitirnos dejar de verla por unos instantes.

Mi hermano decía una vez hicimos esto, o una vez hicimos lo otro, y se me ocurre ahora que a lo mejor ese fue su problema, haber hecho solo una vez aquello que por lo visto era importante para ellos, a lo mejor eso es lo malo de que algo se acabe, que todo lo bueno es una vez fue y ya nunca será dos veces. Yo de mayor no voy a jugar con una cometa, porque cuando te paras, se cae. Y alguien se muere cuando se cae una cometa.

Cada vez me gusta menos leer, algo mío se me cae dentro del libro, y ahí se queda cuando lo cierro. Para siempre. Y ya no lo recupero nunca porque cuando abro otra vez el libro siempre lo hago por una página nueva. Volver a la página no sirve de nada, eso que busco ya no está, o soy yo el que yo no está allí, leyendo, no estoy seguro. Yo creo que uno cuando lee o escucha una canción todo lo que quiere es que algo que tiene dentro, con bordes, encaje perfectamente con lo que otros puedan tener, con bordes también; o lo que es lo mismo, que la voz que a todas horas oye en su cabeza se calle para oír la voz de ese otro que ahora cuenta las mismas cosas que su propia voz le decía.

A lo mejor todos los amigos son siempre imaginarios menos cuando estás entre amigos porque muchas veces cuando estás entre amigos el imaginario eres tú.

Lo que sí que sé es que si algo me gusta en esta vida son los paracaídas. Quien se pone un paracaídas mantiene lejos el suelo y cuando un paracaídas se abre el miedo se vuelve un poco más lento, más torpe, como si le costase unir lo que va al final con lo que va al principio y mientras tanto, mientras lo uno y lo otro se encuentran y se unen, para cualquiera que mire desde lo alto la tela del paracaídas se parecerá a la carpa de un circo, a la cera que dejan en la tarta las velas del cumpleaños, a la sangre que cae del cuerpo de una paloma cuando la recoges de un jardín nevado, el rastro de una vida que ahí se queda. Un paracaídas cerrado no es nada, no se parece a nada, no me hace pensar en nada, a una mochila como mucho, y aunque se parezca a una mochila sigue sin parecerse a nada porque a mí lo que me importa de una mochila es lo que tiene dentro.

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